Tenía quince años y las piernas flacas, desproporcionadamente largas, en un cuerpo de niña que no acabana de medrar en mujer; pero yo sabía que gustaba y siempre había algún compañero de clase con quien perderse por el laberinto de calles que me llamaban hacia el oeste, a Santa Clara, al compás fino y fresco del convento, a enfrentarme con la estatua del odiado Fernando VII, para quedarme luego embrujada con el patio y magia de la Torre de Don Fadrique. Siempre llevaba allí a mis postulantes, a mis amigos, a los más íntimos, a cualquiera que me hubiera tocado el sentido del querer.
Ahora no se puede visitar la Torre de Don Fadrique, pero toda esa parte de Sevilla es muy paseable, y además está Eslava, el bar y el restaurante. Me gusta por tantos motivos que no podría escribirlos aquí todos.
El lugar es pequeño y acogedor, pocas mesas y una carta corta pero suficiente, de materia prima fresca y de excelente calidad, preparados con gusto, sobriedad y la fusión de lo tradicional y lo innovador. El dueño se acerca discretamente a cada grupo para interesarse, con timidez y delicadeza, por todo. La decoración es moderna y también decadente, una contradicción encantadora, y el baño tiene colonia Álvarez Gómez. El pan de Alcalá, blanco, candeal, pero que ya no se hace bueno, tan bueno, en ningún sitio, no sé dónde lo consiguen. Recuerdan, prodigio de la ciencia o de la magia, lo que me gusta y lo que no. La deliciosa ensalada de rúcula que fotografié ahí arriba…
Es una alegría comer allí…aunque se esté bien acompañada.
se ve espectacular
está buenisísimo.>Gracias por tu visita Francisco.