Mi hija mayor demostró desde niña tener una memoria de elefante para la comida. Cona 4 años la llevamos, en verano, al Restaurante «El Paraíso» en Punta Umbría (Huelva), donde probó por primera vez un rodaballo. Al verano siguiente volvimos, éramos una reunión muy grande de amigos y yo era la única que tenía hijos. Cuando le preguntamos a la niña, todos con un interés muy amable por ella, que qué quería comer directamente pidió un «lenguado redondo», así era como recordaba el rodaballo. Menudo bochorno. Nuestros amigos se quedaron asombrados de que la niña supiera exactamente qué quería comer, como si estuviera aleccionada, y yo fui la primera sorprendida, pero sobre todo les admiró que se comiera su ración entera, dejando sólo las espinas y saboreando esa deliciosa carnecita que tiene adosada a las espinas exteriores y que parecen piñones grandes.
Estos rodaballos, que guisé yo el otro día, no son salvajes como los del Paraiso, son de viveros, pero muy frescos y sabrosos. La receta me la dio mi pescadero que entiende bien el pescado y es muy amable con su clientela.
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