Desde que guiso he entrado en la cocina con prisas y no usaba delantal.
Por mucho que me riñeran las mujeres de mi familia para mí ese elemento era un estorbo, una especie de rémora que me indicaba, antes de que ocurriera, que mi tiempo en la cocina iba a ser lo suficientemente largo para que modificara mi torpe aliño indumentario.
Incontable la ropa que me he manchado de pequeñas/grandes, salpicaduras de aceite o cualquier otra salsa indeleble a la lavadora automática. Soy un especímen recalcitrante cuando me ofusco.
Creo que estoy bendecida por alguno de mis manes familiares y me sale bien la comida, habitualmente cualquier comida, y eso ha hecho que con el tiempo que me guste estar en la cocina. Ahora me complazco pelando, cociendo, cortando, amasando, asando y otros participios y gerundios vinculados a los placeres gastronómicos; es un regalo nuevo que me ha dado la vida del que sin duda ví disfrutar a mi madre y a mi abuela.
He cambiado y por eso acepto sin discutir ciertas liturgias de este amable trabajo. El humilde mandil, en su forma más camuflada, se ajustó a mi cintura como trapo de cocina. Con una cierta sensación de vergüenza y claudicación compré uno en una de esas calles con solera que tienen todo tipo de objetos que una pueda imaginar y a precios de risa; claro que era y es feo, pero le he dado tanto uso que ha quedado en el lastimoso estado que se puede ver.
Mi claudicación definitiva se produjo en el momento en que busqué en los viejos cajones de lencería doméstica los delantales heredados de mujeres mayores y más sabias que yo. Y ahí está en la foto ese ejemplar magnífico de los años cincuenta que nunca fue estrenado porque perteneció al ajuar de una mujer que no se casó. Me lo regaló hace poco y me explicó que estaba nuevo porque siempre le había dado mucha rabia no haberlo usado para hacer la comida del hombre que amó.
Lo estreno yo y dará la imagen a este blog que pretende recoger las experiencias y reflexiones de una cocinera sin pretensiones.
Incontable la ropa que me he manchado de pequeñas/grandes, salpicaduras de aceite o cualquier otra salsa indeleble a la lavadora automática. Soy un especímen recalcitrante cuando me ofusco.
Creo que estoy bendecida por alguno de mis manes familiares y me sale bien la comida, habitualmente cualquier comida, y eso ha hecho que con el tiempo que me guste estar en la cocina. Ahora me complazco pelando, cociendo, cortando, amasando, asando y otros participios y gerundios vinculados a los placeres gastronómicos; es un regalo nuevo que me ha dado la vida del que sin duda ví disfrutar a mi madre y a mi abuela.
He cambiado y por eso acepto sin discutir ciertas liturgias de este amable trabajo. El humilde mandil, en su forma más camuflada, se ajustó a mi cintura como trapo de cocina. Con una cierta sensación de vergüenza y claudicación compré uno en una de esas calles con solera que tienen todo tipo de objetos que una pueda imaginar y a precios de risa; claro que era y es feo, pero le he dado tanto uso que ha quedado en el lastimoso estado que se puede ver.
Mi claudicación definitiva se produjo en el momento en que busqué en los viejos cajones de lencería doméstica los delantales heredados de mujeres mayores y más sabias que yo. Y ahí está en la foto ese ejemplar magnífico de los años cincuenta que nunca fue estrenado porque perteneció al ajuar de una mujer que no se casó. Me lo regaló hace poco y me explicó que estaba nuevo porque siempre le había dado mucha rabia no haberlo usado para hacer la comida del hombre que amó.
Lo estreno yo y dará la imagen a este blog que pretende recoger las experiencias y reflexiones de una cocinera sin pretensiones.
Me ha gustado mucho, y no tiene por qué ser un piropo, la ¿transmutación? de delantal a mandil. ¡Y esa mujer lorquiana que no quiso estrenar su delantal!>>Gracias por tu comentario.>>Un saludo más lorquista que lorquiano.