Esta receta tiene dedicatoria, está especialmente hecha para Adolfo, en Miami, que sé que le gusta mucho y por aquellas tierras no tiene oportunidades de comerla. En la foto van acompañadas por un par de huevos fritos de codorniz, como Mamen le daba a su hija cuando era pequeña.
Narraban las crónicas medievales que cuando los cristianos del norte llegaron a Al-Andalus no soportaban el olor a aceite, ajos y especias que destilaba la cocina andalusí, mixtura cultural judía y árabe. La cocina especiada era fundamental en un clima con temperaturas altas que hacía difícil la conservación de las carnes, pescados y hasta de las verduras; de ahí que una parte de nuestras recetas tradicionales vaya tan condimentadas. Bien pronto, los cristianos del sur, descendientes de aquellos conquistadores, se aficionaron a esos sabores fuertes y hoy son imprescindibles en nuestras despensas. Nada voy a decir del aceite de oliva, que es ya casi universal.
Debo hacer constar aquí mi admiración por la manera de cocer las verduras de la cocina catalana (Manuel Allue sabe cómo), siempre un punto crujiente, pero exacto; la calidad de la materia prima y la sencillez de condimentación de la cocina vasca (no hay más que ver el blog de Jose Mª), la variedad de menestras y pistos manchegos que podemos apreciar en Su, los cocidos y sopas exquisitas de verduras que tiene la tradición gallega, veáse Margarida y Pilar (de la cocina de la Lechuza). Y eso sólo citando a mis amigos más antiguos.
El sur es una mezcla de todos, pero también de lo que aquí había antes. La manera de guisar las verduras es abigarrada, lo somos en los sabores de los guisos, más barrocos, bizantinos, orientales o fenicios. Como sea, en estas espinacas se pueden eliminar o disminuir las especias según los gustos, los que detesten el jenjibre, o el culantro, o el pimentón, pueden probar eliminando, o disminuyendo.