Una lengua que no es la mía, que aprendí siendo niña, en la que me sumerjo como quien se pone un vestido ajado pero cómodo; suena en mis oídos la música de la escuela, recuerdo las letras de las canciones con los ritmos que irrumpen en mi boca, estallando, éclatant, como fuegos artificiales de agua, saliva o gárgaras. Me convierte en otra hablar esa lengua infantil, que, sorprendentemente, otorga a mi voz un punto más grave.
Atrás quedó todo. Fluye, lejano, el pasado con el lastre de decisiones, acertadas o erróneas, y una nueva mujer, con un proyecto de vida intacto, aparece como si hubiera estado guardada en algún desván olvidado.
Esta mujer lee en silencio todos los letreros, pronunciando despacio desde dentro de su boca, oye las conversaciones, estudia las voces y , sin darse cuenta, movida por una inercia extraña, piensa ya en la lengua que le da hospedaje.
Pero no es un desván el lugar en el que ella está viva, sino París, una ciudad de pulso relajado, dulce y amarga como un té a la menta.
Está espléndida, sofisticada o sencilla, maîtresse ou épouse, parfois sentimentale, parfois coquine. Dejarla y abandonar la lengua, fue duro, cerré el arcón, dejé la personalidad de esa otra mujer plena que existe sin mi conocimiento y está detrás de la R rodada, más grave de voz y más ligera de espíritu que moi même.
Paris, je t`aime