Ha caído, recientemente en mis manos, un librito de Julian Barnes que me ha hecho pensar y reír, mucho reír y menos pensar, que tampoco doy yo para mucho. El autor hace una serie de consideraciones sobre su biografía como cocinero y luego analiza con mucho ingenio los libros de cocina, los que usa o los que compra compulsivamente, que es un pecado frecuente entre los que cocinamos cada día.
Me encantó que se definiera primero como el tipo de cocinero que adora recibir instrucciones precisas, porque es el que más abunda en mi entorno doméstico: el «cocinero accidental» de mi casa no para de pedirme instrucciones y me cansa con sus
preguntitas concretas, a las que yo no sé responder. Imagino que la cocina, la familiar que no la profesional, ha sido un espacio cerrado para muchos hombres durante demasiado tiempo, por eso quien entra tarde en ella busca normas y reglas que le permitan moverse con cierta seguridad. Atribuyo más a eso que al carácter la necesidad de ser «
El perfeccionista en la cocina«, que es el título del libro en cuestión, del que he seleccionado este párrafo ilustrativo de su contenido con el que estoy completamente de acuerdo:
(…) la relación entre la cocina profesional y doméstica tiene similitudes con un encuentro sexual. Una de las partes suele ser más experimentada que la otra; y cada una de ellas debería tener derecho a decir en cualquier momento: «Esto no lo hago».
El libro, que es muy divertido, me hizo reflexionar sobre la clase de cocinera que soy. Desde luego no una perfeccionista, aunque me molestan las recetas que son un tongo, aquellas que ni en broma salen como dicen los libros o como se ven en las fotos. Más bien creo que mi hacer en la cocina es intuitivo, anárquico, un poco creativo y sobre todo está lleno de suerte, porque la suerte es tan importante como la experiencia. No es que no busque la perfección en las recetas, rechazando los platos cuando me salen mal, o no todo lo bien que espero, pero con mucha frecuencia me salen bien a la primera, o eso dicen en casa, de manera que tiendo a confiar demasiado en mi misma, de ahí que no me dé apuro decir que las magdalenas son deliciosas o que la ensalada es excelente.
Aunque últimamente estoy pensando que estoy rodeada de pelotas. Ser pelota de una cocinera es un asunto muy rentable, que tiende a acumular halagadores/haraganes, porque pocas actividades necesitan más de palabras de elogio que la de hacer la comida cada día.