De vuelta a la realidad del día a día no sabría por dónde empezar a contar todo lo que he vivido en Pamplona, aunque han sido sólo unas pocas horas, intensas, eso sí. Dejo en el Flickr algunas fotos de las intervenciones en la mesa redonda del encuentro de bloggers, de la visita que nos hizo Josemari, del momento en el que Ferran Adriá le entregaba la bandeja de ganador al Cocinero Fiel, de los stands, de algunos pintxos, de la intervención de Caminar sin gluten.
Creo que esta iniciativa de Navarra Gourmet de incluir a los bloggers en el congreso es muy positiva, aunque hubiera muchos más periodistas que bloggers. Espero que la dinámica continue y se amplíe para otros años, que la convocatoria congregue a un mayor número de bloggers aficionados a la gastronomía, pues somos la mayoría.
He aprendido mucho en estos dos días, tando de vídeo (trato de mejorar), de twitter, de facebook, de críticos y miedos, de expertas que sientan cátedra sobre solfeos y músicas (hay frases que son lamentables), de maravillosos vinos navarros, de los deliciosos pintxos…
De amistad de la buena.
He tardado más de lo previto en subir esta receta, el retraso se debe a una cariñosa despedida a una gran mujer con la que estaba en deuda.
Esta receta es de mi madre, del cuaderno viejo escrito por ella, aunque sin duda procede de mi tía Lucita. Quizá un día dedique un post a contar algo de las mujeres por las que abrí este blog; quería que mis hijas tuvieran las recetas de su familia, de su abuela, de su bisabuela, de su estirpe femenina de la que me siento muy orgullosa. Porque las mujeres de mi familia que me antecedieron, fueron pioneras en la lucha por la independencia, en el estudio, en la universidad, en las escuelas técnicas, en la cultura, en las bellas artes y nunca olvidaron la gastronomía, el amor a la hora de dar bien de comer a quien se sienta a su mesa. Es un legado precioso que ojalá sepa transmitir.
No es un clásico navarro, pero quiero que sea también un homenaje cariñoso a Navarra Gourmet.
Cada vez que voy a la playa caigo en la tentación de la mantequilla de maní/cacahuete, quiero decir de hacer algún postre con ella, esta vez han sido unos Muffins que he cubierto de chocolate negro, también valdría una cobertura de crema de provolone, o mascarpone, o cualquier otro queso cremoso para untar, rebajado con nata (crema de leche) podría resultar una mezcla perfecta, porque la mantequilla de maní es dulce pero con un puntito salado.
Están riquísimas, pero tienen calorías de sobra, no es buena idea si se quiere empezar la operación bikini y otras cosas similares. Pero es una forma deliciosa de reconvertir la mantequilla de maní, hacerla más hogareña, humanizarla.
Esta primavera tarda en instalarse, me recuerda el cuento de Oscar Wilde «El Gigante egoista«, parece que el frío y el viento se han instalado en la terraza con la intención de evitar que los rayos del sol nos calienten y nos alegren estas tardes tan largas que nos ha dejado el cambio de hora.
Está deliciosa, es un sabor que llena la boca de dulzura y frescor, acidez y jugo, nos sabe a tarde larga y luz duradera, es la premonición de viejas alegrías renovadas.
Me inventé esta receta cuando tenía dieciocho o diecinueve años, cuando hacía unas tartas enormísimas para la gran familia que éramos entonces, con tantos niños pequeños, medianos, grandes; yo creo que me inspiré en una excepcional tarta de piña y nata que hacía la confitería Ochoa y era un clásico ineludible el día de San José, aunque a mí me gustaba más la mía.
Después llegó el trabajo, las niñas, los destinos alejados, los platos salados sobre los dulces y cayó en el olvido; hasta que esta semana, cuando ví las fresas, me acordé de pronto y hoy, que probé un pedazo, se me vino toda mi primavera joven al recuerdo.
En el blog de Pilar, la cocina de la Lechuza, ha guisado una codornices con brandy extraordinarias y eso me hizo recordar esta receta.
Hubo un tiempo en que a mi padre le dio por ser granjero y en un pequeño trozo de tierra crió vacas, cerdos (en realidad uno, un macho que se llamaba Rafaela no sé por qué), conejos, gallinas y codornices, no cuento perros, gatos, ratones, salamandras, salamanquesas, murciélagos, sapos, serpientes y otros animalillos silvestres. No me repugna ningún bicho, aunque de niña intentaron asustarme con algunos, ahora me fascina verlos en su medio; y cuando están en el mío casi siempre soy yo la que me adapto a ellos…menos si son mosquitos, o cucarachas.
Durante aquellos años de «campito«tuvimos la mejor leche que yo he probado en mi vida, con una nata amarilla y gruesa de dos dedos de espesor. Millones de huevos de codornices, me parecían a mí, con los que no dábamos abasto y había que tener muchísimo cuidado porque muchos se pudrían antes de que los recogiéramos.
Puede que algún verano de mi adolescencia lo más que viera el agua mi piel fuera la de la alberca, como los sapos, hasta que mi madre me pudiera atrapar y fregarme la piel hasta casi arrancármela, roja y escaldada.
El experimento de la granja no salió bien, como podría pensar cualquiera que conociera bien a mi padre, pero disfrutamos de unos veranos verdaderamente salvajes en plena adolescencia.
Por eso yo sé qué es desayunar en la higuera temprano en la mañana los mejores higos fríos del amanecer; he visto cazar 19 ratones a un gato durante una limpieza en el pajar; he recolectado caracoles para dárselos a Rafaela y verlo engullir haciendo cric-crac, que era el sonido más divertido y rico del mundo; he ordeñado vacas y he visto como se le sacan las larvas de debajo del cuero, amarillas y gordas , como de cera; comprendo perfectamente el término « f***** como conejos« porque los ví muchas veces; y me he emocionado en los partos de las vacas; he matado a mano garrapatas llenas de sangre que agarraban los perros en el campo y he defendido a los gatos, propios y ajenos, de la malquerencia que la gente, en general, suele tenerles, poniendo en juego mi integridad física, que siempre fuí yo un poco marimacho, por andar todo el día con mis hermanos. He desgranado maíz, recogido aceitunas, regado con azada, segado alfalfa con hocino (eso poco, no me dejaban porque lo hacía muy mal) . También ví cómo le salían de la tripa a una araña grande miles de arañitas…¡qué repeluco! Y a los americanos poner el pie en la luna.
¡Qué lejos quedaba entonces el viaje espacial de mis intereses!
El flan de huevos de codorniz es el más exquisito de los flanes, aunque aporte más colesterol, pero es de los postres que nadie debería dejar de probar, sin nata ni otros aditivos que le cambien el sabor.