Hay algo en la pesca, algo que no termino de racionalizar que me tiene enganchada. Supongo que una buena parte de su atractivo reside en el gesto atávico de arrancarle al mar alimento, y yo quiero hacerlo de forma artesanal, luchando con un hilo y un anzuelo, eso sí muy sofisticado que tiene o hace mi hermano, y mi fuerza, que no es mucha. Todo lo que pesco lo guiso…y lo como. Es el caso de los alistados, estos pequeños bonitos como el de la foto, que están riquísimos en aceite, encebollados o con tomate.
Pero hay mucho más: el mar, a veces tranquilo y otras violento, que cambia de color en una misma mañana, desde el marrón oscuro casi negro, hasta el azul profundo y transparente una vez que hemos alcanzado los 50 metros de profundidad, el verde perfectamente reconocible cuando avistamos la Caleta o el faro de Las Puercas.
En ocasiones el paisaje del agua lo interrumpe una tortuga nadando, casi flotando a la deriva, o un bullente cardúmen que arremolina en torno a él a las golondrinas de mar como simulando un tornado. Los días de suerte una aleta negra entre las pequeñas crestas de las olas dispara nuestra imaginación con imágenes de bestias marinas. Siempre la esperanza de los delfines jugando con la proa de los barcos, cerca o lejos.
Por eso cuando consigo cobrarle una pieza siento algo parecido a haber desvelado un misterio, un enigma, un secreto de ese padre insondable.
(Lamento la paliza seudoliteraria, pero no puedo cargar vídeos, mi conexión no lo permite)