Madre, como una madre más del mundo, repetía las comidas de los domingos como una deliciosa rutina, parecida a la de los cuentos de antes de dormir, siempre los mismos, contados de idéntica manera, guardando perfecta simetría de intensidad, emoción y miedo.
Disfrutamos de la carne de los domingos una buena temporada; luego de los frijoles negros en forma de moros y cristianos; las espinacas a la crema o la crema de espinacas con huevos poché santificaron las fiestas, hasta que la desagradecida clientela de su numerosa familia se aburrió y hubo que cambiar el menú dominical.
Visto desde la distancia, qué paciencia tenía, porque ella calculaba el tiempo, no sé cómo y tampoco sé de qué manera quitaba la cáscara a los huevos, cosa dificilísima, luego no se quedaban duros, sino que la yema se abría, amarilla-anaranjada, al tenedor, milagro del que nunca fuimos conscientes.
Las madres tienen un dispositivo, lamentablemente de efecto retardado, que las hace perfectas en numerosísimas ocasiones que nunca habíamos reparado antes.
Algunos días me pica más fuerte el bicho de la nostalgia, no sé que antihistamínicos tomaré para curarme de la de hoy, que me ha agarrado fuerte.
Hay un blog francés que me encanta por su frescura, su diseño y la simpatía de sus autoras, ya que se trata de una bitácora a cuatro manos, Tambouille. Christelle y Clotilde, «sublimes y delgadas, un poco desbordadas, con algunos niños, maridos, trabajos, compañeros, amigos, actividades, ocio y blogs«, han desarrollado una imagen muy moderna y creativa basada en una estética años cincuenta/sesenta. Sus recetas son sencillas y ricas, a buen precio y organizadas para toda la semana. No se puede pedir más.
La quiche de hoy se inspira en la pâte briseé (masa quebrada) que, Clotilde esta vez, ha inventado con tanta espontáneidad como sencillez y que recomienda rellenar con lo que nos sobre de cualquier guiso, carne o verdura, usando crema de leche o tomate frito, que es mi caso.
Y yo la he rellenado pensando que algo de andaluz, marroquí o napolitano le iría perfecto (las tres cosas). Efectivamente la mezcla estaba exquisita, para repetir y repetir sin parar, he disfrutado tanto mientras la hacía como cuando la comía…y la veía comer.
500 grms + 250( para mesa de trabajo) de Harina de trigo de fuerza, caso de intolerancia, el cereal que sea conveniente.
2 huevos
2 cucharadas soperas de manteca de cerdo (mejor si es ibérico) Para quien no pueda está la mantequilla o manteca de vaca que dicen en América Latina, incluso el aceite de oliva.
120 grms de azúcar
30 gr de levadura prensada
230 cl de leche caliente (se puede hacer también con agua, o leche de soja)
azúcar glass para decorár
Hay quien la rellena de crema, chocolate o la maravilla del cabello de ángel. Pero doy fe de que así está exquisita. Hice algo más de 20 y no quedó ninguna. Se pueden hacer menos y que las cintas queden más gruesas, así las ensaimadas son mayores y salen unas 15, es una buena opción.
Esta receta es una mezcla de muchas que he estado investigando y experimentando, en el recetario de mi abuela, de mi tía Lucita, de mi madre, y en el excelente blog de Sandra Vital (Le Pètrin) que es una experimentada viennoisière. No es, evidentemente, la maravillosa y única ensaimada mallorquina, hojaldrada y al mismo tiempo tierna; si existe el cielo, la ensaimada de Mallorca es un trozo del Paraíso que alguien arrancó y se lo trajo a la Isla. La mía puede ser un trozo de los escalones.
Esta receta tiene dedicatoria, está especialmente hecha para Adolfo, en Miami, que sé que le gusta mucho y por aquellas tierras no tiene oportunidades de comerla. En la foto van acompañadas por un par de huevos fritos de codorniz, como Mamen le daba a su hija cuando era pequeña.
Narraban las crónicas medievales que cuando los cristianos del norte llegaron a Al-Andalus no soportaban el olor a aceite, ajos y especias que destilaba la cocina andalusí, mixtura cultural judía y árabe. La cocina especiada era fundamental en un clima con temperaturas altas que hacía difícil la conservación de las carnes, pescados y hasta de las verduras; de ahí que una parte de nuestras recetas tradicionales vaya tan condimentadas. Bien pronto, los cristianos del sur, descendientes de aquellos conquistadores, se aficionaron a esos sabores fuertes y hoy son imprescindibles en nuestras despensas. Nada voy a decir del aceite de oliva, que es ya casi universal.
Debo hacer constar aquí mi admiración por la manera de cocer las verduras de la cocina catalana (Manuel Allue sabe cómo), siempre un punto crujiente, pero exacto; la calidad de la materia prima y la sencillez de condimentación de la cocina vasca (no hay más que ver el blog de Jose Mª), la variedad de menestras y pistos manchegos que podemos apreciar en Su, los cocidos y sopas exquisitas de verduras que tiene la tradición gallega, veáse Margarida y Pilar (de la cocina de la Lechuza). Y eso sólo citando a mis amigos más antiguos.
El sur es una mezcla de todos, pero también de lo que aquí había antes. La manera de guisar las verduras es abigarrada, lo somos en los sabores de los guisos, más barrocos, bizantinos, orientales o fenicios. Como sea, en estas espinacas se pueden eliminar o disminuir las especias según los gustos, los que detesten el jenjibre, o el culantro, o el pimentón, pueden probar eliminando, o disminuyendo.
Lo que resulta innegable es que a mí, a nosotros los 10 hermanos, siempre nos gustaron las espinacas.
En el blog de Pilar, la cocina de la Lechuza, ha guisado una codornices con brandy extraordinarias y eso me hizo recordar esta receta.
Hubo un tiempo en que a mi padre le dio por ser granjero y en un pequeño trozo de tierra crió vacas, cerdos (en realidad uno, un macho que se llamaba Rafaela no sé por qué), conejos, gallinas y codornices, no cuento perros, gatos, ratones, salamandras, salamanquesas, murciélagos, sapos, serpientes y otros animalillos silvestres. No me repugna ningún bicho, aunque de niña intentaron asustarme con algunos, ahora me fascina verlos en su medio; y cuando están en el mío casi siempre soy yo la que me adapto a ellos…menos si son mosquitos, o cucarachas.
Durante aquellos años de «campito«tuvimos la mejor leche que yo he probado en mi vida, con una nata amarilla y gruesa de dos dedos de espesor. Millones de huevos de codornices, me parecían a mí, con los que no dábamos abasto y había que tener muchísimo cuidado porque muchos se pudrían antes de que los recogiéramos.
Puede que algún verano de mi adolescencia lo más que viera el agua mi piel fuera la de la alberca, como los sapos, hasta que mi madre me pudiera atrapar y fregarme la piel hasta casi arrancármela, roja y escaldada.
El experimento de la granja no salió bien, como podría pensar cualquiera que conociera bien a mi padre, pero disfrutamos de unos veranos verdaderamente salvajes en plena adolescencia.
Por eso yo sé qué es desayunar en la higuera temprano en la mañana los mejores higos fríos del amanecer; he visto cazar 19 ratones a un gato durante una limpieza en el pajar; he recolectado caracoles para dárselos a Rafaela y verlo engullir haciendo cric-crac, que era el sonido más divertido y rico del mundo; he ordeñado vacas y he visto como se le sacan las larvas de debajo del cuero, amarillas y gordas , como de cera; comprendo perfectamente el término « f***** como conejos« porque los ví muchas veces; y me he emocionado en los partos de las vacas; he matado a mano garrapatas llenas de sangre que agarraban los perros en el campo y he defendido a los gatos, propios y ajenos, de la malquerencia que la gente, en general, suele tenerles, poniendo en juego mi integridad física, que siempre fuí yo un poco marimacho, por andar todo el día con mis hermanos. He desgranado maíz, recogido aceitunas, regado con azada, segado alfalfa con hocino (eso poco, no me dejaban porque lo hacía muy mal) . También ví cómo le salían de la tripa a una araña grande miles de arañitas…¡qué repeluco! Y a los americanos poner el pie en la luna.
¡Qué lejos quedaba entonces el viaje espacial de mis intereses!
El flan de huevos de codorniz es el más exquisito de los flanes, aunque aporte más colesterol, pero es de los postres que nadie debería dejar de probar, sin nata ni otros aditivos que le cambien el sabor.