Son muchos los cuentos infantiles en los que las meriendas, los banquetes o los elementos maravillosos están relacionados con la comida: el cumpleaños del sombrerero loco, las tartas de Rumpeldinsky, la casita de chocolate de Hansel y Gretel, la cesta de Caperucita…
Por razones profesionales he vuelto a leer
«El viento en los sauces» este lluvioso sábado, y , como ocurre con algunos cuentos infantiles, se disfruta mucho más leyéndolos de adulto.
La obra de
Kenneth Grahame es un clásico, que como decía
El Gallo, es algo que ya no se puede hacer mejor, pero además lo es por su frescura y actualidad.
La reivindicación del respeto por el medio natural a través de la vida junto al río del Topo y el Ratón de agua, la lírica descripción de la naturaleza y de los paisajes del sur de Inglaterra, evocados con amor y nostalgia, son el mejor alegato ecologista.
Y está esa adorable reunión de solteros- single que se dice ahora- ajenos a los vínculos tradicionales que son el matrimonio y la familia (el propio Grahame tuvo experiencias dramáticas y trágicas con su familia parental y con la que luego formó), pero atentos, sensibles, tolerantes y solidarios unos con otros. Y por si fuera poco absolutamente todo lo festejan comiendo.
Las referencias gastronómicas son constantes, amistad y buena mesa parecen los fundamentos de la felicidad. Para una merienda campestre: fiambre de gallina, fiambre de lengua, fiambre de jamón, de buey, trucha en escabeche, emparedados, albóndigas, ensalada, panecillos regado todo con cerveza de jengibre. O esa comida sencilla a base de bacon con habichuelas tiernas y budin de macarrones, ¡qué cosa tan extraordinaria un budin de macarrones!, me encantaría probarlo.
En realidad lo que me gustaría es que el Tejón me invitara a pasar unos meses a su casa.