Chocolate a la desesperada.

Me gustó muchísimo Chocolat la película de Lasse Hallström, los actores, la estética, el cromatismo en verde, rojo y marrón que lograba darnos la sensación de entrar en un cuento de hadas. Además del chute de optimismo para volver a casa contenta.
Me acordé de eso porque ando secuestrada en pensamientos circulares de esos autolesivos que tan bien se me dan.

Cuando todo falla hay que recurrir al chocolate, y no soy una adicta precisamente, puedo pasarme meses, incluso años sin probarlo, pero cuando compro el Cadbury con avellanas que han puesto de oferta en el súper, seis o siete tabletas, compulsivamente, es síntoma de que algo va mal…y el chocolate se convierte en una extraordinaria medicina.
Y como no soy de las que toleran que las cosas vayan mal por mucho tiempo hoy me he sentado delante de la pantalla, como una ciberadicta al chocolate, por no acabar de una sentada con el alijo que he dejado en la despensa.

Babeando por internet encontré estos tesoros y me quedé con las ganas de quemar la tarjeta de crédito.

Rejas invisibles

(Vanessa Bell, retrato de Virginia Woolf)


«(…) y un exquisito aroma a olivas, aceite y salsa salió de la gran olla marrón cuando Marthe, con un gesto levemente teatral, alzó la tapa. La cocinera se había pasado tres días confeccionando aquel plato. Y ella tendría que esmerarse, pensó la señora Ramsay, zambulléndose en aquella tierna masa, y elegir una tajada especialmente jugosa para Williams Bankes. Examinó el interior de la olla, con sus paredes resplandecientes y la confusión de suculentas carnes doradas, hojas de laurel y vino, y pensó.»
Al Faro. Virginia Wollf.

Mi lectura de la Wollf es recurrente como las olas. Me gusta creer que comparto con ella esa tendencia a la introspección, la reconstrucción figurada del mundo real, el análisis de las personas que conozco; ya sé que es soberbia por mi parte semejante comparación.
Esa «rumia» constante sobre lo que nos rodea, las conversaciones, la gente, forma parte de un universo que sí reconozco como femenino. A veces ese»cuarto propio«, es nuestro propio cerebro, quizá porque nunca tuvimos nuestro espacio o porque el único lugar propio fue la cocina.
Vienen a visitarme antiguas alumnas, me cuentan sus vidas actuales y me consultan sus peripecias sentimentales como cuando eran adolescentes. Me produce una íntima alegría comprobar que hay algo de aquel afecto antiguo que sigue intacto, y me deja un regusto amargo ver cuán hondas son las raíces de la sumisión entre las mujeres de mi tierra, incluso de las más jóvenes. Hay un sólido entramado emocional que ata fuertemente la libertad de estas chicas y se encuentra en sus obsesiones sentimentales, en sus necesidades afectivas y no se cura con leyes sobre igualdad, ni cuotas, aunque no vengan mal.
Seguramente existen aún muchas rejas invisibles que tardaremos años en abrir.

Esas pequeñas cosas

Si hubiera un sistema automático de revisión de los objetos que usamos con más frecuencia en la cocina, tal como hace Windows con los programas que tenemos en «Escritorio», la mayoría irían a la papelera de reciclaje. Se me ocurren distintos motivos: excéntricos, demasiado elegantes, delicados o frágiles, decididamente inútiles, viejos, antihigiénicos…y voy a parar ahí.
Pero los que se llevarían el premio a la obsolescencia son los de la foto, van numerados pero no he establecido ranking de inoperancia:

1º.- No tengo ni idea de qué es ni cómo llegó a parar al cajón de los cubiertos. Si alguien sabe algo que me dé pistas en los comentarios.

2º.- ¿Quién no tiene un abrelatas que no sirve? Es curioso pero en casa no nos determinamos a tirarlo, como si algún santo protector de los rincones ocultos de la cocina fuera a realizar el milagro de arreglarlo.

3º.- Típico cuenquito de madera, horrible, que alguien regaló con las mejores intenciones. Imposible usar, inhumano tirar .

4º.- Esto es una cubitera de hielo unipersonal, de cristal tallado eso sí. Me lo regaló un escocés. que cogió tremenda cogorza en casa. No sé muy bien en qué circunstancias presentar algo así, me parece muy triste.

5º.- Palas de levantar claras de un aparato removedor de masas que tiré hace tiempo. Sólo tenía un par, han debido hacer crías en el cajón porque no sé de dónde salieron las otras dos.

6º.- Este es un caso de abducción de manual, apareció un día y se quedó. No ayuda en nada, pero tampoco estorba demasiado.

7º.- Cuchillo para cortar lechuga, aunque no las corta demasiado bien, la verdad. Me lo regaló mi madre que era una gran aficionada a los chismes inútiles y los compraba en grandes cantidades cuando salía de viaje. Este puede que sea neoyorkino. No tengo corazón para tirarlo.

Estoy tentada de hacer un meme.

El viento en los sauces

Son muchos los cuentos infantiles en los que las meriendas, los banquetes o los elementos maravillosos están relacionados con la comida: el cumpleaños del sombrerero loco, las tartas de Rumpeldinsky, la casita de chocolate de Hansel y Gretel, la cesta de Caperucita…
Por razones profesionales he vuelto a leer «El viento en los sauces» este lluvioso sábado, y , como ocurre con algunos cuentos infantiles, se disfruta mucho más leyéndolos de adulto.

La obra de Kenneth Grahame es un clásico, que como decía El Gallo, es algo que ya no se puede hacer mejor, pero además lo es por su frescura y actualidad.

La reivindicación del respeto por el medio natural a través de la vida junto al río del Topo y el Ratón de agua, la lírica descripción de la naturaleza y de los paisajes del sur de Inglaterra, evocados con amor y nostalgia, son el mejor alegato ecologista.

Y está esa adorable reunión de solteros- single que se dice ahora- ajenos a los vínculos tradicionales que son el matrimonio y la familia (el propio Grahame tuvo experiencias dramáticas y trágicas con su familia parental y con la que luego formó), pero atentos, sensibles, tolerantes y solidarios unos con otros. Y por si fuera poco absolutamente todo lo festejan comiendo.

Las referencias gastronómicas son constantes, amistad y buena mesa parecen los fundamentos de la felicidad. Para una merienda campestre: fiambre de gallina, fiambre de lengua, fiambre de jamón, de buey, trucha en escabeche, emparedados, albóndigas, ensalada, panecillos regado todo con cerveza de jengibre. O esa comida sencilla a base de bacon con habichuelas tiernas y budin de macarrones, ¡qué cosa tan extraordinaria un budin de macarrones!, me encantaría probarlo.

En realidad lo que me gustaría es que el Tejón me invitara a pasar unos meses a su casa.

Sant Jordi

Hasta 1910 las mujeres no podían acceder a la Universidad en España. Parece que ahora somos nosotras las que consumimos más libros, y empleo el verbo consumir a propósito, porque esto de la industria editorial es más de lo mismo.
En la foto de arriba hay tres generaciones de recetarios escritos por mujeres de mi familia, improvisados, a veces manchados, en la misma cocina donde se escribían.
Lo que sabían hacer no lo apuntaban, la cocina de batalla no está en ninguno de esos cuadernos, lo mejor de cada una de esas mujeres estaba en su cabeza y sus manos. Hoy les quiero rendir homenaje en esta humilde página digital porque no me olvido de ellas ni de lo que aprendí sin querer:
Improvisar con lo que hay
Los gestos inconscientes de tirar de las tripas al limpiar el pescado
La postura de los dedos cada vez que pico unos ajos
El conocimiento por el olor del punto de unas cebollas pochadas
El concentrado caldo gordo de un cocido
El increíble sentido que me hace ensalivar ante el pescado fresco y crudo
El placer de dar bien de comer y ver disfrutar a los que se sientan a mi mesa
El sentido del equilibrio en una dieta sana
La fruta
….Y tanto más que ni sé.

No se puede aprender tanto con un libro, aunque nunca sobran.

¡Feliz Sant Jordi¡